Dejan caer sus nombres
con la sencillez de un beso en la frente
los invisibles.
Delatan enseguida
sus sombras de colores
si sienten nostalgia
si agitan sus temores
si traen en la espalda
saudades de invisibles
o sólo maldeamores.
Cultivan invisibles
jardines de amapolas
que riegan con suspiros
con rezos del desierto
con un rumor de eclipse
y el polvo de las horas.
Si van montando sueños
no tienen imposibles
cabalgan sobre el viento
hacia las utopías
y no hay artillería
que pueda detenerlos.
Allí son invencibles
si van montando sueños.
M.E.
que lloverá en el patio del cielo / para que dios aprenda la soledad de uno
sábado, 30 de junio de 2012
Poema VII
Tienen ciertas propias
maneras
de mirar
de reír
de indagar lo cotidiano
con fruición.
De lo común
se extrañan y se alejan.
Y suelen no estar conformes
con ciertas extrañas
maneras propias
que tienen las cosas de ser.
Viven incómodos con su era
como quien habita una piel ajena.
Algunas madrugadas
río arriba en la nostalgia
anhelan otras vidas
otros cielos
otros modos
otros tiempos
en los que con mucho menos
tanto más.
Y así van
viajando hacia el amor
los invisibles.
Inquilinos
pasajeros
pensionistas del tiempo
despojados
que siempre se están yendo.
M.E.
de mirar
de reír
de indagar lo cotidiano
con fruición.
De lo común
se extrañan y se alejan.
Y suelen no estar conformes
con ciertas extrañas
maneras propias
que tienen las cosas de ser.
Viven incómodos con su era
como quien habita una piel ajena.
Algunas madrugadas
río arriba en la nostalgia
anhelan otras vidas
otros cielos
otros modos
otros tiempos
en los que con mucho menos
tanto más.
Y así van
viajando hacia el amor
los invisibles.
Inquilinos
pasajeros
pensionistas del tiempo
despojados
que siempre se están yendo.
M.E.
Poema VIII
Tienen llaves
de invisibles puertas sutiles.
A veces están pero no
permanecen
pero viajan
van y vienen.
En un céntimo de instante
han saltado hacia el verde infinito
han sido viento envuelto en valle
y valle en el viento envuelto.
Han delineado
el destino imaginario de las hojas
de todos los otoños por venir.
Se han amarrado
pañuelo fresco
la brisa marina al cuello.
Y han rozado
furtivos
la roída
felicidad del hombre.
Y entonces te miran
como en un reencuentro
como si se bajaran del tren del tiempo
en la estación de esta vida
sonriendo invisiblemente
dispuestos a contarte
cómo es que caben
los sueños del hombre
en valijas tan frágiles
como un céntimo de instante.
M.E.
de invisibles puertas sutiles.
A veces están pero no
permanecen
pero viajan
van y vienen.
En un céntimo de instante
han saltado hacia el verde infinito
han sido viento envuelto en valle
y valle en el viento envuelto.
Han delineado
el destino imaginario de las hojas
de todos los otoños por venir.
Se han amarrado
pañuelo fresco
la brisa marina al cuello.
Y han rozado
furtivos
la roída
felicidad del hombre.
Y entonces te miran
como en un reencuentro
como si se bajaran del tren del tiempo
en la estación de esta vida
sonriendo invisiblemente
dispuestos a contarte
cómo es que caben
los sueños del hombre
en valijas tan frágiles
como un céntimo de instante.
M.E.
domingo, 10 de junio de 2012
Casa.
En lo oscuro los amantes repiten el ancestral ritual.
Se buscan, a tientas, la piel en medio del acerado frío de la caverna. La tibieza les devuelve algo parecido a la esperanza: una corriente emotiva que los transita a ambos desde el primer contacto de sus cuerpos. Quedan envuelto en un calor bueno: humano y sagrado. La sangre lo sabe de una manera misteriosa y galopa briosa por las venas como un chasqui en las pampas lejanas que trae noticias de libertad a cada posta y caserío del alma.
Desde entonces hay un adentro y un afuera para los amantes. Adentro: la fruición de comerse por instinto el aliento del otro. De buscarle los labios y la boca redonda, líquida, roja.
Afuera la noche infinita como un grito de inmensidades que no caben en el pecho de aquellos habitantes primitivos. Un abismo ciego de preguntas que ni siquiera tienen la palabra, para ser formuladas. ¡Que soledad la de aquellos sin palabras! Tal vez ese afuera representó un terror seminal de lo insondable. ¿Qué serían esos ruidos a lo lejos? ¿Y todos esos brillos diminutos en la llanura infinita y negra que se extiende sobre los árboles? ¿Serían de unos nos-otros lejanísimos? ¿Volvería la luz nuevamente a reinar mañana?
De todo eso y más podían huir los primeros amantes del mundo al entrar en aquella Casa sagrada y carnal. Etérea y salvaje casa de los abrazos, las caricias y ante todo, de esa tan pura tibieza. Casi no hay forma de imaginar la emoción de los primeros que juntaron sus corazones en un abrazo. Ese abandonarse en el otro, ese latir al unísono y sentirse al fin guarecido como un caracol marino en lo recóndito del océano. El abrazo fue la primer casa del hombre. La piel primordial de humanidad con que se cubrió en un mundo donde sólo existía el afuera.
No sabían nada del amor, sólo querían escapar de la intemperie los amantes que inventaron la primer y más perfecta casa del hombre.
Se buscan, a tientas, la piel en medio del acerado frío de la caverna. La tibieza les devuelve algo parecido a la esperanza: una corriente emotiva que los transita a ambos desde el primer contacto de sus cuerpos. Quedan envuelto en un calor bueno: humano y sagrado. La sangre lo sabe de una manera misteriosa y galopa briosa por las venas como un chasqui en las pampas lejanas que trae noticias de libertad a cada posta y caserío del alma.
Desde entonces hay un adentro y un afuera para los amantes. Adentro: la fruición de comerse por instinto el aliento del otro. De buscarle los labios y la boca redonda, líquida, roja.
Afuera la noche infinita como un grito de inmensidades que no caben en el pecho de aquellos habitantes primitivos. Un abismo ciego de preguntas que ni siquiera tienen la palabra, para ser formuladas. ¡Que soledad la de aquellos sin palabras! Tal vez ese afuera representó un terror seminal de lo insondable. ¿Qué serían esos ruidos a lo lejos? ¿Y todos esos brillos diminutos en la llanura infinita y negra que se extiende sobre los árboles? ¿Serían de unos nos-otros lejanísimos? ¿Volvería la luz nuevamente a reinar mañana?
De todo eso y más podían huir los primeros amantes del mundo al entrar en aquella Casa sagrada y carnal. Etérea y salvaje casa de los abrazos, las caricias y ante todo, de esa tan pura tibieza. Casi no hay forma de imaginar la emoción de los primeros que juntaron sus corazones en un abrazo. Ese abandonarse en el otro, ese latir al unísono y sentirse al fin guarecido como un caracol marino en lo recóndito del océano. El abrazo fue la primer casa del hombre. La piel primordial de humanidad con que se cubrió en un mundo donde sólo existía el afuera.
No sabían nada del amor, sólo querían escapar de la intemperie los amantes que inventaron la primer y más perfecta casa del hombre.
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