domingo, 10 de junio de 2012

Casa.

En lo oscuro los amantes repiten el ancestral ritual.

Se buscan, a tientas, la piel en medio del acerado frío de la caverna. La tibieza les devuelve algo parecido a la esperanza: una corriente emotiva que los transita a ambos desde el primer contacto de sus cuerpos. Quedan envuelto en un calor bueno: humano y sagrado. La sangre lo sabe de una manera misteriosa y galopa briosa por las venas como un chasqui en las pampas lejanas que trae noticias de libertad a cada posta y caserío del alma.

Desde entonces hay un adentro y un afuera para los amantes. Adentro: la fruición de comerse por instinto el aliento del otro. De buscarle los labios y la boca redonda, líquida, roja.

Afuera la noche infinita como un grito de inmensidades que no caben en el pecho de aquellos habitantes primitivos. Un abismo ciego de preguntas que ni siquiera tienen la palabra, para ser formuladas. ¡Que soledad la de aquellos sin palabras! Tal vez ese afuera representó un terror seminal de lo insondable. ¿Qué serían esos ruidos a lo lejos? ¿Y todos esos brillos diminutos en la llanura infinita y negra que se extiende sobre los árboles? ¿Serían de unos nos-otros lejanísimos? ¿Volvería la luz nuevamente a reinar mañana?

De todo eso y más podían huir los primeros amantes del mundo al entrar en aquella Casa sagrada y carnal. Etérea y salvaje casa de los abrazos, las caricias y ante todo, de esa tan pura tibieza. Casi no hay forma de imaginar la emoción de los primeros que juntaron sus corazones en un abrazo. Ese abandonarse en el otro, ese latir al unísono y sentirse al fin guarecido como un caracol marino en lo recóndito del océano. El abrazo fue la primer casa del hombre. La piel primordial de humanidad con que se cubrió en un mundo donde sólo existía el afuera.

No sabían nada del amor, sólo querían escapar de la intemperie los amantes que inventaron la primer y más perfecta casa del hombre.

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