que lloverá en el patio del cielo / para que dios aprenda la soledad de uno
domingo, 22 de junio de 2014
Poema IV
Se besan en los ojos
con besos de invisibles
desnudos de egoísmo
comparten piel y vino
en noches como estas
de amantes invisibles
Prodíganse despacio
caricias
terciopelo
palabras deliciosas
desandan el silencio
hundiéndose en el otro
de mil formas posibles
se aman suavemente
- y la luna los nombra
en noches como estas
de amantes invisibles.
Poema VII
Tienen ciertas propias
maneras de mirar
de reír
de indagar lo cotidiano
con fruición
De lo común
se extrañan y se alejan
y suelen no estar conformes
con ciertas extrañas
maneras propias
que tienen las cosas
de ser
Viven incómodos con su era
como quien habita una piel ajena
Algunas madrugadas
río arriba en la nostalgia
anhelan otras vidas
otros cielos
otros modos
otros tiempos
en los que con mucho menos
tanto más
Y así van viajando hacia el amor
los invisibles
inquilinos
pasajeros
pensionistas del tiempo
despojados
que siempre se están yendo.
viernes, 18 de abril de 2014
La vida seca
Hambrienta. Como una fiera, la noche se vino encima. Esperaba agazapada detrás de la última cortina. En el más escondido rincón del día. Como la muerte espera detrás de las puertas más extrañas. A partir de cierto momento en la vida las noches se esperan así. Feroces, traicioneras. Ese momento es cuando se cruzan las dos últimas fronteras: la del tiempo y la de la fe. Ninguna tiene retorno. Yo las crucé. Ahora estoy afuera.
Antes, cuando estaba adentro, no me daba cuenta. Aunque a veces tenía la sensación de que apenas me dormía venían unos enfermeros con aires de guardias de seguridad y me extraían de las venas de las manos, otras veces de los pies o las más dolorosas, del corazón mismo, mi diaria cuota de sangre. Después, mirando para todos lados y apretando celosamente su botín, se iban rápido en un vehículo raro que más parecía camión de transporte de caudales, que ambulancia.
Ya se sabe, adentro la sangre escasea. Por eso los reptiles buscan jóvenes. Cada vez más jóvenes. También yo lo fui. Joven, digo. Y tuve fe, lo confieso. Una fe capaz de hacer emprender el vuelo a las montañas en inverosímil bandada de pájaros gigantes. Me elevó a mi también, desde luego, que era por entonces apenas piel y huesos. De tal suerte fue mi ascensión, que fui a dar a un lugar desde donde se podía jurar que cambiar cualquier cosa, lo que fuera, estaba al alcance de la mano. Sólo bastaba un pequeño esfuerzo. Un poco de suerte.
Tú puedes, decían los reptiles, relamiéndose. Eres el Elegido, decían los infames chupasangre. Se siente entonces la fuerza de un viento apasionado, que en un sólo ademán te lleva, te eleva, te deja, un instante suspendido en el que no sabes qué pasó. De pronto la sangre te sube a la cabeza, mientras puedes ver los tejados y las azoteas acercarse veloces como si fueran ellos los que se te vienen encima.
De joven, cada vez que tuve fe me estafaron. Ya más grande, un poco seco, es cierto, he entendido que cambiarlo todo no se puede. Y que ya es bastante difícil tratar de cambiar siquiera, al extraño tipo del espejo. Igual uno sigue abonando los sueños, porque todavía se cree, porque todavía se está adentro. En medio de este desierto es difícil decidir si se quiere seguir viviendo como humano o cambiar de piel y arrastrarse por el suelo. Y chupar sangre a cualquier precio. Esta lucha cotidiana no da tregua y en ese esfuerzo el sudor se evapora, gota a gota, con el viento. La vida sigue secándolo a uno por dentro.
Ahora estoy aquí y a pesar de los años sigo contando el cuento. Ya no veo venir en mis sueños aquellos oscuros enfermeros. Será porque en mis venas sólo queda polvo, pedregullo y algo de barro, a veces, en invierno. Hecho éste que pude comprobar porque cuando me emociono un poco empieza a salir de entre mis ropas, mis zapatos ajados y mis escasos cabellos, un polvillo como el que precede al derrumbe en una mina. Y siento además cómo corre la tierra por mis venas. Mi corazón se agita y sus paredes de cartón producen un rumor opaco. Como el de los caballos que galopan a lo lejos.
Suspiro y siento cómo un viento nace de mi pecho, sube por mi garganta y sale por mi boca dejándola terrosa, salobre. Cómo añoro ahora un trago del tinto aquel. Barro con mi mano hasta los mínimos pedacitos de hojas que mi suspiro dejó sobre el mantel. Encuentro en este gesto el reflejo de una idea que hace ya tiempo, demasiado tiempo, es casi mi única idea: quisiera que esas hojas diminutas, esos ínfimos retazos del otoño, representaran todos mis recuerdos. Y que la mano fría y huesuda de la Parca los barriera de mi alma de una vez.
Finalmente, solo espero el fin de la espera. El horizonte se ha diluido en una acuarela sucia. Este signo presagioso y un estado de ánimo generalizado de persistente resaca, anuncian la inminente llegada de El Zonda.
La gente en el pueblo cierra las ventanas, recoge la ropa de la soga, pone trapos húmedos bajo las puertas y cobija a los inquietos animales. El Zonda avanza. Los de adentro rezan. Los de afuera fuman. Me siento débil o más bien relajado. El Zonda llega. Lo enfrento de frente. Me da de lleno y lo recibo agradecido. Si hasta pareciera que ha venido a desfogarse en mi pecho.
Una lágrima de arena rueda. Es por mi tierra que se aleja. Se ha aflojado la última cuerda. En ese instante preciso las primeras partículas terrosas de mi cuerpo se desprenden. Son mis últimos cabellos, los primeros en perderse en los juegos caprichosos de este torrente de aire, polvo y fuego.
Es la frente la que ahora se desgrana con el viento, en capas milimétricas que estaban separadas por arrugas. El viento se lleva mis ojos, que ahora son los ojos del viento. No se cómo, pero igual sigo viendo. Y el Zonda sigue barriendo, barriendo, tan paciente hasta los hombros de mi cuerpo. En cámara lenta los brazos se desprenden. Caen y siguen cayendo. Pero nunca llegan a tocar el suelo. Una ráfaga enérgica, irreverente, los eleva como orando hacia el cielo. La polvareda me ciega.
Vuelvo a ver, cuando amaina un poco el viento, que sólo quedan dos tristes montoncitos de arena donde debieron estar las piernas. Allí se quedan. Alimentando la tierra.
Martín Echeverría
www.lacasadelosabrazos.blogspot.com
@echeverriapoeta
www.facebook.com/martingustavoecheverria
Antes, cuando estaba adentro, no me daba cuenta. Aunque a veces tenía la sensación de que apenas me dormía venían unos enfermeros con aires de guardias de seguridad y me extraían de las venas de las manos, otras veces de los pies o las más dolorosas, del corazón mismo, mi diaria cuota de sangre. Después, mirando para todos lados y apretando celosamente su botín, se iban rápido en un vehículo raro que más parecía camión de transporte de caudales, que ambulancia.
Ya se sabe, adentro la sangre escasea. Por eso los reptiles buscan jóvenes. Cada vez más jóvenes. También yo lo fui. Joven, digo. Y tuve fe, lo confieso. Una fe capaz de hacer emprender el vuelo a las montañas en inverosímil bandada de pájaros gigantes. Me elevó a mi también, desde luego, que era por entonces apenas piel y huesos. De tal suerte fue mi ascensión, que fui a dar a un lugar desde donde se podía jurar que cambiar cualquier cosa, lo que fuera, estaba al alcance de la mano. Sólo bastaba un pequeño esfuerzo. Un poco de suerte.
Tú puedes, decían los reptiles, relamiéndose. Eres el Elegido, decían los infames chupasangre. Se siente entonces la fuerza de un viento apasionado, que en un sólo ademán te lleva, te eleva, te deja, un instante suspendido en el que no sabes qué pasó. De pronto la sangre te sube a la cabeza, mientras puedes ver los tejados y las azoteas acercarse veloces como si fueran ellos los que se te vienen encima.
De joven, cada vez que tuve fe me estafaron. Ya más grande, un poco seco, es cierto, he entendido que cambiarlo todo no se puede. Y que ya es bastante difícil tratar de cambiar siquiera, al extraño tipo del espejo. Igual uno sigue abonando los sueños, porque todavía se cree, porque todavía se está adentro. En medio de este desierto es difícil decidir si se quiere seguir viviendo como humano o cambiar de piel y arrastrarse por el suelo. Y chupar sangre a cualquier precio. Esta lucha cotidiana no da tregua y en ese esfuerzo el sudor se evapora, gota a gota, con el viento. La vida sigue secándolo a uno por dentro.
Ahora estoy aquí y a pesar de los años sigo contando el cuento. Ya no veo venir en mis sueños aquellos oscuros enfermeros. Será porque en mis venas sólo queda polvo, pedregullo y algo de barro, a veces, en invierno. Hecho éste que pude comprobar porque cuando me emociono un poco empieza a salir de entre mis ropas, mis zapatos ajados y mis escasos cabellos, un polvillo como el que precede al derrumbe en una mina. Y siento además cómo corre la tierra por mis venas. Mi corazón se agita y sus paredes de cartón producen un rumor opaco. Como el de los caballos que galopan a lo lejos.
Suspiro y siento cómo un viento nace de mi pecho, sube por mi garganta y sale por mi boca dejándola terrosa, salobre. Cómo añoro ahora un trago del tinto aquel. Barro con mi mano hasta los mínimos pedacitos de hojas que mi suspiro dejó sobre el mantel. Encuentro en este gesto el reflejo de una idea que hace ya tiempo, demasiado tiempo, es casi mi única idea: quisiera que esas hojas diminutas, esos ínfimos retazos del otoño, representaran todos mis recuerdos. Y que la mano fría y huesuda de la Parca los barriera de mi alma de una vez.
Finalmente, solo espero el fin de la espera. El horizonte se ha diluido en una acuarela sucia. Este signo presagioso y un estado de ánimo generalizado de persistente resaca, anuncian la inminente llegada de El Zonda.
La gente en el pueblo cierra las ventanas, recoge la ropa de la soga, pone trapos húmedos bajo las puertas y cobija a los inquietos animales. El Zonda avanza. Los de adentro rezan. Los de afuera fuman. Me siento débil o más bien relajado. El Zonda llega. Lo enfrento de frente. Me da de lleno y lo recibo agradecido. Si hasta pareciera que ha venido a desfogarse en mi pecho.
Una lágrima de arena rueda. Es por mi tierra que se aleja. Se ha aflojado la última cuerda. En ese instante preciso las primeras partículas terrosas de mi cuerpo se desprenden. Son mis últimos cabellos, los primeros en perderse en los juegos caprichosos de este torrente de aire, polvo y fuego.
Es la frente la que ahora se desgrana con el viento, en capas milimétricas que estaban separadas por arrugas. El viento se lleva mis ojos, que ahora son los ojos del viento. No se cómo, pero igual sigo viendo. Y el Zonda sigue barriendo, barriendo, tan paciente hasta los hombros de mi cuerpo. En cámara lenta los brazos se desprenden. Caen y siguen cayendo. Pero nunca llegan a tocar el suelo. Una ráfaga enérgica, irreverente, los eleva como orando hacia el cielo. La polvareda me ciega.
Vuelvo a ver, cuando amaina un poco el viento, que sólo quedan dos tristes montoncitos de arena donde debieron estar las piernas. Allí se quedan. Alimentando la tierra.
Martín Echeverría
www.lacasadelosabrazos.blogspot.com
@echeverriapoeta
www.facebook.com/martingustavoecheverria
lunes, 31 de marzo de 2014
Recital poético musical Los invisibles
Mirá el trailer de presentación de Los Invisibles recital poétcio-musical.
Entonces es verdad
En qué país estarás
en qué río
en qué colores nuestros
en cuál limpia nostalgia en que quema
su fuego verde el olvido.
En qué nido del cielo color nocturno te he visto
con este ojo de mar en mi pecho
que mira solamente
sentimientos marinos.
Si ya no somos
nosotros
en ningún banco tibio
de ninguna plaza
de ningún otoño
de ningún exilio,
pero aún estás aquí
como las lluvias que guardo de niño
como un pan pequeño en el ombligo del hambre
como una angustia que trina por la casa que no duerme
entonces
entonces es verdad
que te he querido.
en qué río
en qué colores nuestros
en cuál limpia nostalgia en que quema
su fuego verde el olvido.
En qué nido del cielo color nocturno te he visto
con este ojo de mar en mi pecho
que mira solamente
sentimientos marinos.
Si ya no somos
nosotros
en ningún banco tibio
de ninguna plaza
de ningún otoño
de ningún exilio,
pero aún estás aquí
como las lluvias que guardo de niño
como un pan pequeño en el ombligo del hambre
como una angustia que trina por la casa que no duerme
entonces
entonces es verdad
que te he querido.
Ella Lunar
Hay una mujer en un charco de luna
sobre mi cama.
No hay horizonte humano que la abarque en su hermosura.
Pareciera derretirse de estrellas
en mi espera
deleitosa.
Nocturnal
la luz le cae en el cuerpo
como un paño de plata y la viste
desnudándola
aún
más hondamente.
Quiero amarla
y su nombre es lejanía.
Hay Luna mía
yo con tanta soledad y tú
con tanta poesía.
sobre mi cama.
No hay horizonte humano que la abarque en su hermosura.
Pareciera derretirse de estrellas
en mi espera
deleitosa.
Nocturnal
la luz le cae en el cuerpo
como un paño de plata y la viste
desnudándola
aún
más hondamente.
Quiero amarla
y su nombre es lejanía.
Hay Luna mía
yo con tanta soledad y tú
con tanta poesía.
lunes, 24 de marzo de 2014
Desaparecido
No se en qué país está mi sitio
en qué sentimiento humano cuento domicilio
cuál locura habito
cuál abismo
en qué desierto ambiguo está mi nombre
en qué sed infinita tengo casa
no me nombran ya
la rosa y el buen vino
ya ni en la ausencia
tengo mi espejismo.
M.E.
en qué sentimiento humano cuento domicilio
cuál locura habito
cuál abismo
en qué desierto ambiguo está mi nombre
en qué sed infinita tengo casa
no me nombran ya
la rosa y el buen vino
ya ni en la ausencia
tengo mi espejismo.
M.E.
martes, 25 de febrero de 2014
Nocturna polaroid
Otra vez el pájaro nocturno
llama
En ritmo de tres notas
[Sol - Mi – Sol]
Así
una vez y otra
[Sol - Mi – Sol]
Cada madrugada
en la parte más alta de la noche
se empina
a cantarle al día.
A la luz
le canta desde lo oscuro
con todo su pájaro
corazón.
Cómo adivina que pronto
amanecerá
no lo sé.
El viene a cantar y apenas
las sombras palidecen
calla.
Como dejándonos
en las manos del día o
viceversa.
Yo sólo se que cada vez
que lo escucho
evoca en mi una nostalgia
larga
veo el mar
ensayando su canto dentro de un grano de sal
veo los bosques
murmurando en el vientre vegetal de la semilla
veo a Eva
despertando en la luna a su soledad más pura
luminosa
así
como desnuda por dentro
inmóvil cayendo
de espaldas sobre el alma
de las flores.
Y las tres notas golpean
[Sol - Mi – Sol]
esa ventana de agua
donde todo
está sucediendo
en un tiempo unísono
en el que el presente llueve desde
y hacia todas partes
y entonces para mi la nostalgia
cobra tantos
tantos
nombres.
Ay
ya está aquí
carcelero
con su jaula de luz
el día.
Las cosas recuperan sus
contornos
sus
medidas
sus
límites.
Con ello la duda
se diluye
y ya sabemos que
sin duda no hay poesía.
Lentamente
así
voy olvidando hasta sentir
que la noche
es algo que siempre
ocurre
en el pasado.
Heridos mis ojos
como ahogados de luz
me consuelo
pensando que ahora mismo
en algún sitio lejos
es de noche
las cosas pierden su alambrado
y se respira acompasadamente con todos
un pájaro
canta
tres notas
y todo vuelve a empezar.
Inmortales
Hacemos poesía para espantar la muerte
ganarle la espalda siempre
morder su sombra
pintarle colores
que aún no se inventan
el poema transcurre en un tiempo propio
un tiempo fuera del tiempo
por eso en ocasiones
escasísimas ocasiones
cuando la poesía nos traspasa en un abrazo
nos estremece los huesos
entremos en una burbuja
de poético contra tiempo
y por un instante sagrado
sospechamos
que somos
en verdad
inmortales.
ganarle la espalda siempre
morder su sombra
pintarle colores
que aún no se inventan
el poema transcurre en un tiempo propio
un tiempo fuera del tiempo
por eso en ocasiones
escasísimas ocasiones
cuando la poesía nos traspasa en un abrazo
nos estremece los huesos
entremos en una burbuja
de poético contra tiempo
y por un instante sagrado
sospechamos
que somos
en verdad
inmortales.
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